Jon
Sobrino
El Resucitado es el Crucificado
Lectura de la resurrección de Jesús desde los crucificados del mundo
(18 Abril 2000)
El Resucitado es el Crucificado
Lectura de la resurrección de Jesús desde los crucificados del mundo
(18 Abril 2000)
Fuente:
Koinonia
Este número
monográfico está dedicado a la resurrección de Jesús como acontecimiento y
verdad fundamental para la fe cristiana. Queremos en este breve artículo
recordar otra verdad no menos fundamental para la fe: que el resucitado no es
otro que Jesús de Nazaret crucificado. No nos mueve a ello ningún a priori
dolorista, como si no pudiera haber en la fe un momento de gozo y esperanza, ni
tampoco ningún a priori dialéctico que fuese necesario conceptualmente para la
reflexión teológica. Nos mueve más bien una doble honradez, con los relatos del
Nuevo Testamento por una parte y con la realidad de millones de hombres y
mujeres por otra.
Con lo primero
queremos decir que es preciso recordar que el resucitado es el crucificado, por
la sencilla razón de que es verdad y de que así -y no de otra manera- se
presenta la resurrección de Jesús en el NT. Esta verdad no es además sólo una
verdad fáctica de la cual hubiera que tener noticia, como un dato más del
misterio pascual, sino una verdad fundamental, en el sentido de que fundamenta
la realidad de la resurrección y, de ahí, cualquier interpretación teológica de
ella.
Con lo segundo
queremos decir que en la humanidad actual -y ciertamente donde escribe el
autor- existen muchos hombres y mujeres, pueblos enteros, que están
crucificados. Esta situación mayoritaria de la humanidad hace del recuerdo del
crucificado algo connatural y exige ese recuerdo para que la resurrección de
Jesús sea buena noticia concreta y cristiana, y no abstracta e idealista. Por
otra parte, son estos crucificados de la historia los que ofrecen la óptica
privilegiada para captar cristianamente la resurrección de Jesús y hacer una
presentación cristiana de ella. Esto es lo que pretendemos hacer a
continuación: concretizar cristianamente algunos aspectos de la resurrección de
Jesús desde su realidad de crucificado, lo cual, a su vez, se descubre mejor
desde los crucificados de la historia.
1. El triunfo
de la justicia de Dios
Muy pronto, a
través de un proceso creyente, se universalizó lo ocurrido en la resurrección
de Jesús. Cruz y resurrección empezaron a funcionar como símbolos universales,
de la muerte, como destino de todo ser humano y su anhelo de inmortalidad, como
esperanza de todo ser humano. El poder resucitante de Dios se presentó como
garantía de esa esperanza más allá y contra la muerte.
Todo ello es
correcto, pero conviene no precipitarse en este proceso de universalización,
sino ahondar antes en la historicidad concreta del destino de Jesús.
En la primera
predicación cristiana, aunque de forma ya estereotipada, la resurrección de
Jesús fue presentada de la siguiente manera: "Ustedes, por mano de los
paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras
de la muerte" (Hech 2,24;
cfr. el mismo esquema en Hech 3, 13-15; 4,10;
5,30; 10,39; 13,28ss). En
este anuncio se da fundamental importancia al hecho de que alguien ha sido
resucitado, pero no menor importancia se da a la identificación de quién ha
sido resucitado por Dios.
Este hombre no es
otro que Jesús de Nazaret, el hombre que, según los evangelios, predicó la
venida del reino de Dios a los pobres, denunció y desenmascaró a los poderosos,
fue por ellos perseguido, condenado a muerte y ejecutado, y mantuvo en todo
ello una radical fidelidad a la voluntad de Dios y una radical confianza en el
Dios a quien obedecía. En los primeros discursos se le identifica como "el
santo", "el justo", "el autor de la vida" (Hech
3,14s). Y muy pronto también se interpreta su destino de muerte como la suerte
que corrieron los profetas (1 Tes 2,15).
La importancia de
esta identificación no consiste sólo, obviamente, en saber el nombre concreto
de quien ha sido objeto de la acción de Dios, sino en que a través de esa
identificación, de la narración e interpretación de la vida del crucificado, se
entiende de qué se trata en la resurrección de Jesús. Quien así ha vivido y
quien por ello fue crucificado, ha sido resucitado por Dios. La resurrección de
Jesús no es entonces sólo símbolo de la omnipotencia de Dios, como si Dios
hubiese decidido arbitrariamente y sin conexión con la vida y destino de Jesús
mostrar su omnipotencia. La resurrección de Jesús es presentada más bien como la Respuesta de Dios a la
acción injusta y criminal de los seres humanos. Por ello, por ser respuesta, la
acción de Dios se comprende manteniendo la acción de los seres humanos que
origina esa respuesta: asesinar al justo. Planteada de esta forma, la
resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la
injusticia; no es simplemente el triunfo de la omnipotencia de Dios, sino de la
justicia de Dios, aunque para mostrar esa justicia Dios ponga un acto de poder.
La resurrección de Jesús se convierte así en buena noticia, cuyo contenido
central es que una vez y en plenitud la justicia ha triunfado sobre la
injusticia, la víctima sobre el verdugo.
2. El escándalo
de la injusticia que da muerte
La acción
victoriosa de Dios en la resurrección de Jesús no debe hacer olvidar la suma
gravedad de la acción de los hombres y mujeres, a la cual es respuesta. Los
primeros discursos lo repiten continuamente: "ustedes lo mataron". Es
cierto que se tiende a suavizar la responsabilidad en el asesinato de Jesús:
"Hermanos, sé que lo hicieron por ignorancia" (Hech 3,17). Pero esta
frase consoladora y motivadora de la conversión no reduce en absoluto la suma
gravedad de asesinar al justo. En la resurrección acaece ejemplarmente la
afirmación paulina de que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia; pero
esa sobre-abundancia de la gracia recalca más lo extremoso del pecado de
asesinar al justo.
Si se toma con seriedad
la presentación dual y antagónica de la acción de Dios y de los seres humanos
en el destino de Jesús entonces se puede replantear al menos en qué consiste el
escándalo primario de la historia y cómo debemos enfrentarlo. Una concentración
unilateral en la acción resucitadora de Dios presupone con frecuencia que ese
escándalo es en último término la propia muerte futura. Según eso, lo que
posibilita y exige la resurrección es el coraje de la esperanza en la propia
supervivencia personal. Pero si se sigue escuchando la afirmación de que
"ustedes lo mataron", entonces lo que resalta en primer lugar como
escandaloso no es simplemente la muerte, sino el asesinato del justo y la
posibilidad humana, mil veces hecha realidad, de dar muerte al justo. La
pregunta que, lanza la resurrección es si participamos nosotros también en el
escándalo de dar muerte al justo, si estamos del lado de los que le asesinan o
del lado de Dios que le da vida.
La resurrección de
Jesús no sólo nos plantea el problema de cómo podemos habérnoslas con nuestra
propia muerte futura, sino que nos recuerda que tenemos que habérnoslas ya con
la muerte y la vida de los otros; que la tragedia del ser humano y el escándalo
de la historia no consiste sólo en el hecho de que el ser humano tiene que
morir él, sino en la posibilidad de dar muerte al otro. Estas reflexiones no
pretenden minimizar el problema universal de la muerte ni hacer pasar a segundo
término el indudable mensaje de esperanza que aparece en la resurrección de
Jesús. Sólo pretenden recalcar que existe ya el inmenso escándalo de la
injusticia que da muerte en la historia, y que el modo de enfrentar ese
escándalo es la forma cristiana de enfrentar también el escándalo de la propia
muerte personal. Dicho en otras palabras, el coraje cristiano en la propia
resurrección vive del coraje para superar el escándalo -histórico de la
injusticia; la necesaria esperanza, como condición de posibilidad de creer en
la resurrección de Jesús como futuro bienaventurado de la propia persona, pasa
por la práctica del amor histórico de dar ya vida a los que mueren en la
historia.
También para la
esperanza en la propia resurrección vale la universal fórmula evangélica de
olvidarse de uno mismo para recobrarse cristianamente. Aquel para quien su
propia muerte sea el escándalo fundamental y la esperanza de supervivencia su
mayor problema, no tendrá una esperanza cristiana ni nacida de la resurrección
de Jesús; tendrá una esperanza centrada en sí y para sí mismo, lo cual es
comprensible, pero no necesariamente la esperanza cristiana. Aquello que
descentra nuestra propia esperanza para hacerla en verdad esperanza cristiana
es tomar como absolutamente escandalosa la muerte actual de los crucificados,
con la que no se puede pactar, ni de la que se debe hacer algo en último
término secundario para la propia persona en virtud de la esperanza de la
propia resurrección. Ese escándalo histórico es la mediación cristiana para el
escándalo de la propia muerte; y la lucha decidida, perseverante,
verdaderamente 'contra esperanza', en favor de la vida de los seres humanos, es
la mediación cristiana para que se mantenga la esperanza en la propia
resurrección.
3. Esperanza
para los crucificados
La actual teología
de la resurrección ha superado acertadamente la concepción dolorista del
cristianismo. Ha recalcado, en distinción y a veces en oposición a otros
símbolos de esperanza -como los provenientes de la filosofía griega-, que «su»
símbolo de esperanza se acredita mejor que otros, porque recoge los aspectos
corpóreos, sociales y aun cósmicos de la resurrección. Con ello ha recobrado
aspectos fundamentales del NT y ha pretendido ponerse a tono con las exigencias
de las antropologías actuales. Ha pretendido con razón hacer creíble el símbolo
cristiano de la resurrección. Pero en nuestra opinión se ha precipitado
demasiado al universalizar ese símbolo, sus destinatarios y el lugar
hermenéutico de comprensión. Contra esa precipitada universalización queremos
hacer una corrección.
Si se toma en
serio lo dicho hasta ahora, se deduce, no por una lectura fundamentalista de
los textos, sino por una profunda honradez hacia ellos, que la resurrección de
Jesús es esperanza en primer lugar para los crucificados. Dios resucitó a un
crucificado, y desde entonces hay esperanza para los crucificados de la
historia. Estos pueden ver en Jesús resucitado realmente al primogénito de
entre los muertos, porque en verdad y no sólo intencionalmente lo reconocen
como el hermano mayor. Por ello podrán tener el coraje de esperar su propia
resurrección y podrán tener ánimo ya en la historia, lo cual supone un
'milagro' análogo a lo acaecido en la resurrección de Jesús.
La correlación
entre resurrección y crucificados, análoga a la correlación entre reino de Dios
y pobres, que predicó Jesús, no significa desuniversalizar la esperanza de
todos los seres humanos, sino encontrar el lugar correcto de su
universalización. Ese lugar, el mundo de los crucificados, no es un lugar
excepcional o esotérico. No hay que olvidar que la cruz de Jesús, antes de ser
la cruz -lenguaje al que nos hemos acostumbrado- es una cruz entre muchas otras
antes y después de Jesús. No hay que olvidar que son hoy millones en el mundo
los que no simplemente mueren, sino que de diversas formas mueren como Jesús
"a mano de los paganos", a mano de los modernos idólatras de la
seguridad nacional o de la absolutización de la riqueza. Muchos seres humanos
mueren realmente crucificados, asesinados, torturados, desaparecidos por causa
de la justicia. Otros muchos millones mueren la lenta crucifixión que les
produce la injusticia estructural. Existen hoy pueblos enteros convertidos en
piltrafas y deshechos humanos por las apetencias de otras personas, pueblos sin
rostro ni figura, como el crucificado. Esto, desgraciadamente, no es pura
metáfora, sino realidad cotidiana. Desde un punto de vista cuantitativo, lo que
en verdad acredita hoy la resurrección de Jesús es que puede dar esperanza a
inmensas mayorías de la humanidad.
Desde un punto de
vista cualitativo, la resurrección de Jesús se convierte en símbolo universal
de esperanza en la medida en que todos los hombres y mujeres participen de
alguna forma en la crucifixión; dicho de otra forma, en la medida en que la
muerte de todo hombre tenga la calidad de la crucifixión. Esta es la muerte
cristiana por antonomasia y desde ese tipo de muerte se puede tener la
esperanza cristiana de resurrección. Hay que participar, pues, de la
crucifixión, aunque sea analógicamente, para que exista una esperanza
cristiana.
No es este el
momento para analizar sistemática o fenomenológicamente la analogía de la
crucifixión. Digamos solamente que cuando la muerte propia no es sólo producto
de las limitaciones biológicas ni del desgaste que produce mantener la propia
vida, sino cuando es producto de entrega por amor a los otros y a lo que en los
otros hay de desvalido, pobre, indefenso, producto de la injusticia, entonces
existe una analogía entre esa vida y esa muerte y la vida y la muerte de Jesús.
Entonces -y sólo entonces, desde un punto de vista cristiano- se participa
también en la esperanza de la resurrección. La comunidad en la vida y destino
de Jesús es lo que da esperanza de que se realice también en nosotros lo que se
realizó en Jesús. Fuera de esa comunidad con el crucificado, aunque sea
analógicamente y diversas formas, la resurrección sólo dice la posibilidad de
supervivencia. Pero esa misma supervivencia –como afirma la más clásica
doctrina de la Iglesia-
es ambigua: puede ser salvación o condenación. Para que haya esperanza de
propia supervivencia y de que esa supervivencia sea salvífica, hay que
participar en la crucifixión. Desde ahí se puede universalizar la esperanza de
la resurrección y hacer de ésta una buena noticia para todos. Pero, para que
esta universalización sea cristiana, hay que partir, como en tantas ocasiones,
de la escandalosa paradoja cristiana: la buena noticia es para los pobres, la
resurrección es para los crucificados.
4. La
credibilidad del poder de Dios a través de las cruz
Los crucificados
de la historia esperan la salvación. Para ello saben que es necesario el poder,
pero desconfían por otra parte de lo que sea puro poder, pues éste siempre se
les muestra desfavorable en la historia. Lo que desean es un poder que sea
realmente creíble. Las simples promesas no desencadenan necesariamente, por
maravillosas que sean, la esperanza; esto sólo lo consiguen las que se
pronuncian con credibilidad. Por ello, tan importante es confesar la
omnipotencia de Dios, que es capaz de "dar vida a los muertos y llamar a
la existencia a lo que no existe" (Rom 4,17), como asegurarse del amor de
Dios, es decir, de que ese poder sea creíble. Para ello hay que volver de nuevo
al crucificado y reconocer en el la presencia de Dios, como dice Pablo, y la
expresión del amor de Dios, que entrega a su Hijo por amor. Sin estas
consideraciones, por muy amenazadas que estén de antropomorfismo, o por
insondable que sea el misterio que expresan, el poder de Dios en la
resurrección no es sin más una buena noticia.
En la cruz de
Jesús ha aparecido en un primer momento la impotencia de Dios. Esa impotencia
por sí misma no causa esperanza, pero hace creíble el poder de Dios que se
mostrará en la resurrección. La razón está en que la impotencia de Dios es
expresión de su absoluta cercanía a los pobres y de que comparte hasta el final
su destino. Si Dios estuvo en la cruz de Jesús, si compartió de ese modo los
horrores de la historia, entonces su acción en la resurrección es creíble, al
menos para los crucificados. El silencio de Dios en la cruz, que tanto
escándalo causa a la razón natural y a la razón moderna, no lo es para los
crucificados, pues a éstos lo que realmente les interesa saber es si Dios
estuvo también en la cruz de Jesús. Si así es, se ha consumado la cercanía de
Dios a los seres humanos, iniciada en la encarnación, anunciada y presentizada
por Jesús durante su vida terrena. Lo que la cruz dice en lenguaje humano es
que nada en la historia ha puesto límites a la cercanía de Dios a los seres
humanos. Sin esa cercanía, el poder de Dios en la resurrección permanecería
como pura alteridad, por ello ambiguo y para los crucificados históricamente
amenazante. Pero con esa cercanía pueden realmente creer que el poder de Dios
es buena noticia, porque es amor. La cruz de Jesús sigue siendo en lenguaje
humano la expresión más acabada del inmenso amor de Dios a los crucificados. La
cruz de Jesús dice creíblemente que Dios ama a los hombres y mujeres, que Dios
pronuncia una palabra de amor y salvación y que El mismo se dice y se da como
amor y como salvación; dice -permítasenos la expresión- que Dios ha pasado la
prueba del amor, para que después podamos creer también en su poder.
Cuando se ha
captado la presencia amorosa de Dios en la cruz de Jesús, entonces su presencia
en la resurrección deja de ser puro poder sin amor, alteridad sin cercanía, el deus
ex machina sin historia. La acción resucitadora de Dios y la esperanza en
la propia resurrección siguen siendo, por supuesto, objetos de fe y de
esperanza. La presencia de Dios en el crucificado no hace más evidentes ni más
demostrables esas realidades. Los crucificados son quienes más dificultad
debieran tener en esa fe y esa esperanza. Pero cuando oyen que Dios estaba en
la cruz de Jesús, han comprendido algo sumamente importante: que el poder de
Dios no es opresor, sino salvador; que no es pura alteridad con respecto a
ellos, sino amorosa cercanía. De esa forma la resurrección de Jesús se puede
convertir en "su" símbolo de esperanza.
Una resurrección
hecha creíble por la cercanía de Dios en la cruz confirma también para los crucificados
su más profunda intuición en el presente, aunque esta intuición esté siempre
amenazada por la resignación, el escepticismo o el cinismo. En el fondo, más
real es el bien que el mal, aunque éste nos inunde por todas partes; más real
es la gracia que el pecado, aunque éste siga dando muerte; más verdad hay en la
tozudez de la esperanza, en intentar siempre lo nuevo, en buscar siempre las
liberaciones históricas, en no pactar con lo limitado y pecaminoso de la
historia, aunque ambas cosas estén omnipresentes, que en la aparente sabiduría
de la resignación.
La tozudez de la
esperanza es lo que la resurrección dice en último término a los crucificados;
y lo dice porque es manifestación no sólo del poder, sino del amor de Dios. El
puro poder no genera necesariamente esperanza, sino un optimismo calculado. El
amor, sin embargo, transforma las expectativas en esperanza. El Dios
crucificado es lo que hace creíble al Dios que da vida a los muertos, porque lo
muestra como un Dios de amor y, por ello, como esperanza para los crucificados.
5. El señorío
de Jesús en el presente: la persona nueva y la tierra nueva
La resurrección de
Jesús apunta al futuro absoluto, pero apunta también al presente histórico.
Jesús es ya ahora Señor y los creyentes son ya ahora los hombres y mujeres
nuevos. La resurrección de Jesús no les separa de la historia, sino que les
introduce en ella de una nueva forma, y los creyentes en el resucitado deben
vivir ya como resucitados en las condiciones de la historia. Más aún, existe
una correlación entre ambas novedades: el señorío actual de Jesús se muestra en
que existan los hombres nuevos, y éstos son los que hacen realidad in actu el
que Jesús sea ya ahora Señor.
Esta gran y
consoladora verdad remite, sin embargo, de nuevo al crucificado. Sin el activo
y eficaz recuerdo del crucificado el ideal de la persona nueva toma un rumbo
peligroso y anticristiano, pretendiendo una identificación en directo con el
resucitado. De ahí se deducen funestas consecuencias de dos tipos. 0 se
equipara a la persona nueva con la persona que se ha salido de la historia y la
abandona a su suerte, de lo que dan prueba todo tipo de movimientos
entusiásticos, pentecostales, etc. -sean cuales fueren sus intenciones-, o, lo
que es peor, se equipara a la persona nueva nuevo con el ser humano que mira la
historia de arriba abajo, pretendiendo imitar así el gesto del resucitado,
tratando de someterla en nombre del poder del resucitado, de lo que dan prueba
muchas actitudes autoritarias y dogmatistas de la Iglesia con respecto a los
hombres y mujeres.
Esta perversión en
la comprensión y práctica de la peersona nueva tiene su origen en lo que
podemos llamar la comprensión 'docética' de la resurrección de Jesús. Esta
comprensión no niega la carne de Jesús, como el docetismo clásico, pero hace de
la vida y, sobre todo, de la cruz de Jesús algo provisional, que desaparece
efectivamente cuando acaece la resurrección. De esta forma se presenta un
resucitado sin cruz, un final sin proceso, una transcendencia sin historia, un
señorío sin servicio.
No podemos
detenernos ahora a detallar en concreto las perniciosas consecuencias
históricas del peligro que aquí formulamos abstractamente. Queremos solamente
recordar al crucificado para superar el peligro de cualquier tipo de identificación
directa con el crucificado y, positivamente para mostrar cómo las personas
nuevas pueden vivir ya como resucitadas en la historia.
El camino hacia el
hombre y la mujer nuevos no es otro que el camino de Jesús hacia su
resurrección. De éste se dice que fue constituido Señor por su abajamiento, con
lo cual se dicen dos cosas. La primera es que Jesús pasó por un proceso de
llegar a ser Señor; y la segunda es que ese proceso fue un proceso de fidelidad
a la historia concreta que produjo ese abajamiento. Tampoco para la persona
nueva hay otro camino. Sería un grave error pensar que sólo para Jesús fueron
necesarias la encarnación y la fidelidad a la historia, como si se nos ahorrase
a nosotros lo que no se le ahorró a él. Por decirlo gráficamente, sería un
grave error pretender apuntarse a la resurrección de Jesús en su último
estadio, sin recorrer las mismas etapas históricas que recorrió Jesús. La vida
de la persona nueva sigue siendo esencialmente un proceso.
El contenido de
ese proceso, que es descrito como proceso de abajamiento, es de sobra conocido.
Se trata de la encarnación en el mundo de los pobres, de anunciarles a ellos la
buena noticia, de salir en su defensa, de denunciar y desenmascarar a los
poderosos, de asumir el destino de los pobres y la última consecuencia de esa
solidaridad, la cruz. En esto consiste el vivir ya como resucitados.
En frase de Pablo,
consiste en "hacerse hijos en el Hijo"; en frase más histórica, en el
seguimiento de Jesús. Vivir ya como hombres y mujeres resucitados es recorrer
el camino de Jesús, no la identificación directa con el resucitado; es recorrer
en fidelidad a la historia el camino que lleva a la cruz.
El actual señorío
de los creyentes no es otra cosa que el servicio a la historia en que se deben
encarnar, y de esa forma, además, hacen verdad real que Cristo es ya ahora
Señor de la historia. Ese señorío no se ejercita simplemente porque los
creyentes le reconozcan como Señor, sino al ser ellos servidores in actu.
Al hablar del reino de Cristo en el presente, nada habría más alejado de la
verdad que pensar que Cristo quiere ahora ser servido, tener a todo el mundo
como vasallo. La verdad es muy otra. El reino de Cristo se hace real en la
medida en que hay servidores como él lo fue.
Sin duda es ésta
la gran paradoja cristiana, abundantemente repetida, pero difícilmente
asimilada: ser señor es servir. La resurrección de Jesús no ha eliminado esa
paradoja, sino que la ha sancionado definitivamente. Por ello el señorío de
Cristo se muestra en el carácter servicial de la vida de los creyentes y en la
eficacia de ese servicio hacia el mundo.
Lo primero quiere
decir que el ser humano nuevo no es otro que el ser humano servidor, el que
cree en verdad que más feliz es el que da que el que recibe, que es más grande
el que más se abaja para servir. Lo segundo quiere decir que ese servicio es
para la salvación del mundo.
En el NT se afirma
que Jesús ejerce ya un señorío 'cósmico'. Este lenguaje produce vértigo, pero
puede ser fácilmente comprensible si se historiza desde otro tipo de lenguaje
neotestamentario, como el de «tierra nueva y cielo nuevo», o, sobre todo, desde
el lenguaje del mismo Jesús: "el reino de Dios». El creyente es señor de
la historia en el trabajo por la instauración de ese reino, en la lucha por la
justicia y por la liberación integral, en la transformación de estructuras
injustas en otras más humanas. Usando el lenguaje de la resurrección, podríamos
decir que el señorío se ejerce repitiendo en la historia el gesto de Dios que
resucita a Jesús: dar vida a los crucificados de la historia; dar vida a
quienes están amenazados en su vida. Esta transformación del mundo y de la
historia según la voluntad de Dios es la forma que toma el señorío de Jesús
-que se hace así, además, verificable-, y quien a ella se dedica, vive como
resucitado en la historia.
Seguimiento de
Jesús, servicio, trabajo por el reino, son realidades exigidas por el Jesús
histórico. Quizá se pregunte alguien por qué llamarlas formas de vivir ya como
resucitarlos o qué añade la resurrección de Jesús a esas exigencias.
En cuanto al
contenido, nada nuevo añaden. Cómo tengamos que vivir en la historia lo sabemos
a partir del Jesús histórico. Lo que dice la resurrección es que esa vida es la
verdadera vida, y que es la 'nueva' vida, no porque con ella se supere la
historia, sino porque con ella se supera el pecado de la historia. Sin embargo,
la resurrección de Jesús añade la permanente presencia de Jesús entre nosotros
y con ello posibilita dos modalidades -no dos contenidos nuevos- de cómo vivir
históricamente su seguimiento.
En el NT se
recalca que el ser humano nuevo es el ser humano libre, y esto se justifica
desde la resurrección porque "el Señor es el Espíritu, y donde está el
Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Cor 3,17). Esta libertad,
evidentemente, nada tiene que ver con libertinaje, ni con salirse de la
historia. Tampoco creemos que se debe apelar a esa libertad en un primer
momento para propio beneficio dentro de la Iglesia, como ocurre en cierta teología de corte
liberal e ilustrado, aunque esto sea legítimo por otros capítulos. Pero no está
ahí la libertad fundamental que produce la presencia del resucitado. Esta
consiste más bien en no estar esclavizado a la historia, al miedo; en no estar
paralizado por los riesgos y la prudencia mundana. Positivamente consiste en la
máxima libertad del amor para servir, sin que nada ponga límites al servicio.
Consiste en el fondo en la actitud del mismo Jesús que da su vida libremente,
sin que nadie se la quite.
Una vida
radicalmente libre para servir trae consigo su propio gozo, aun en medio de los
horrores de la historia. En ese gozo se hace notar la presencia del resucitado.
En medio de la historia se escuchan sus palabras: "no teman",
"yo estaré siempre con vosotros". Pablo repite exultantemente que
"nada nos separará del amor de Cristo". A pesar de todo y en contra
de todo, el seguimiento del crucificado produce su propio gozo.
Esa libertad y ese
gozo son la expresión de que vivimos ya como seres humanos nuevos, resucitados
en la historia. Son la expresión histórica entre nosotros de lo que hay de
triunfo en la resurrección de Jesús. Hacen que el seguimiento de Jesús no sea
el cumplimiento de una pura exigencia ética que se mantiene por sí misma, sino
que ese seguimiento lleve en sí mismo la marca de la verdad y del sentido.
Pero, recordémoslo una vez más, ni la libertad ni el gozo, ni cualquier otra
expresión que se remita a la resurrección de Jesús, son cristianamente posibles
al margen o en contra del seguimiento de Jesús crucificado. No hay otro camino
para el ser humano nuevo, para la persona que quiere participar ya en el
señorío de Jesús; pero en ese camino se vive realmente como resucitado y como
señor de la historia.
6. Una palabra
final a la Iglesia
Con frecuencia es
difícil para la Iglesia
anunciar la resurrección de Jesús. La raíz de la dificultad creemos que estriba
en querer anunciarla en directo, olvidando al crucificado. Cuando esto ocurre,
el anuncio de la resurrección se vuelve rutinario o símbolo de esperanza universal,
que puede desencadenar emociones en la celebración litúrgica, pero poca
efectividad para la vida histórica. Puede ocurrir también que la Iglesia escuche de sus
oyentes lo que los atenienses dijeron a Pablo: "no nos interesa". Y
en el fondo no habría por qué sorprenderse. El anuncio de la resurrección de
Jesús es revelación de Dios que culmina una historia de revelación. Quien se
quiera apuntar sólo al final de esa historia, no entenderá ese final.
Pero quien haya
recorrido ese camino desde el principio, quien haya hecho suyo el camino de
Jesús, la locura y el escándalo de la cruz, quizás pueda oír desde fuera
-cuando se le anuncia la resurrección de Jesús- la palabra que lleva dentro:
que la vida de Jesús fue la verdadera vida y por ello Jesús permanece para
siempre; que la vida es más fuerte que la muerte; que la justicia es más fuerte
que la injusticia; que la esperanza es más real que la resignación. La
fidelidad a la historia según el seguimiento de Jesús le hará esperar un final
bienaventurado, para él y para otros, sin saber exactamente ni cómo ni cuándo,
pero con la convicción creciente e inconmovible de que esa historia de horrores
es atraída hacia sí por Dios.
Por ello creemos
que la primera pregunta que se dirige a la Iglesia, precisamente cuando quiere anunciar la
resurrección de Jesús, es si está en verdad junto a la cruz de Jesús y junto a
las innumerables cruces actuales de la historia. No hay otro lugar para poder
hablar cristianamente de la resurrección de Jesús. Cuando eso no ocurre, sobreviene
la sensación de impotencia para hablar de la resurrección, los impases teóricos
y prácticos para decir a los hombres y mujeres algo tan sencillo como es el que
pueden vivir ya como resucitados y cómo hacerlo, aparece el lenguaje
precipitado del "misterio" y de la "fe"; precipitado, no
porque la resurrección no tenga que ser expresada en ese lenguaje, sino porque
no hay suficiente historia que dé lucidez a ese lenguaje.
Cuando la Iglesia, sin embargo, está
junto al crucificado y los crucificados, sabe cómo hablar del resucitado, cómo
suscitar una esperanza y cómo hacer que los cristianos vivan ya como
resucitados en la historia. Quizá las palabras que se usen sean las mismas que
se usan en otros lugares; pero tienen un significado distinto; los cristianos
las entienden y esas palabras desencadenan vida cristiana. Baste citar como
ejemplo la predicación de Mons. Romero sobre Jesús resucitado.
La razón para ello
no es otra que en los crucificados de la historia se hace hoy presente Jesús,
como lo recuerda Mt 25. En ellos se ha vuelto a aparecer Jesús, mostrando
ciertamente más sus heridas que su gloria, pero estando realmente en ellos.
Todo lo dicho
podrá parecer locura o el summum de una refinada dialéctica. También el autor
es consciente de que la situación de El Salvador y de Centroamérica reproduce
mucho más el viernes santo que el domingo de pascua, y por ello tienda a hacer
de la 'necesidad' de ese viernes santo la 'virtud' del domingo de resurrección.
A pesar de todo, sin embargo, terminamos como comenzamos. La resurrección del
crucificado es verdad. Será locura, como lo fue para los corintios. Pero
fuera de esa locura, por ser verdad, o fuera de esa verdad, aunque sea locura,
la resurrección de Jesús no pasaría de ser uno de tantos símbolos de esperanza
en la supervivencia que los hombres han diseñado en sus religiones o
filosofías, pero no sería el símbolo cristiano de esperanza.
Esa verdad se
sigue repitiendo históricamente. El énfasis en el crucificado no está al
servicio de una construcción dialéctica conceptual, sino que proviene de
constatar la realidad histórica de los crucificados. Cuando se le preguntó a un
agente de pastoral de una comunidad de base de El Salvador, muy castigado por
la represión, qué hacían como Iglesia, respondió sencillamente: mantener la
esperanza de los que sufren. Y para ello, añadió, leemos los profetas y la
pasión de Jesús. Así esperamos la resurrección.
Nadie como los
crucificados esperan la resurrección, pero mantienen esa esperanza recordando
la vida y muerte de Jesús, tratando de reproducirlas activamente o sufriendo
pasivamente la suerte que les asemeja a Jesús como el siervo de Yahvé
desfigurado. Paradójicamente, eso genera esperanza.
Desde los
crucificados de la historia, sin pactar con sus cruces, es desde donde hay que
anunciar la resurrección de Jesús. En ellos está hoy presente Jesús; en el
servicio a ellos se hace hoy presente el señorío de Jesús; en la tozudez de no
pactar con sus cruces y buscar siempre la liberación de esas cruces se hace
presente in actu y a la manera histórica la esperanza inconmovible.
Desde ahí se puede entender un poco más de qué se trata al hablar de la
resurrección de Jesús y desde ahí se puede corresponder en la historia a
la realidad del resucitado.
"Sal
Terrae", marzo 1982
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