Y si la noche con su oscuro manto
logró cubrir mi cuerpo aun en la cuna,
una luz
internó dentro mi pecho
y en mi mente una chispa que fulgura.
Federico Escobar
I wanna coconut water, I wanna coconut water,
… El alegre estribillo,
alimentado por el sonar de timbas y silbatos, retumbaba por toda la calle
tercera.
Es martes de carnaval y
mi madre y yo nos acercamos para ver. Una turba de hombres y mujeres, vestidos con camisas estampadas con
impresiones de la flor del papo, bailaba
al son de un alegre estribillo con acento wari-wari.
En
pocos minutos mis oídos y mi espíritu festivo se excitaron. Elevé la
mirada y un sinnúmero de cabezas de rizados cabellos negros, agitadas por graciosos canrrols,
danzaban armoniosamente al seguir los pasos de una sencilla coreografía.
¡Cuánto deseé ser uno
de ellos! Llevo esa sangre africana, pura y ardiente por mis venas. Vivo esa sinfonía interior que caracteriza a
la etnia negra, y me sumerjo en el mar de sus vidas alegres. Vidas alegres que
están por encima de las penas, de las discriminaciones o de las marginaciones que, en ocasiones, suelen padecer.
Mi tía Gilda me contó que nuestra familia
lleva sangre negra, sangre negra del Golfo de Montijo. Según me dijo, mi bisabuelo, oriundo del Bongo, era un pescador
con habilidades de albañil. El destino lo llevó a hacer un “chirito” a la casa de la madre de
mi bisabuela, en Santiago; y allí nació
un amor del cual nosotros somos
descendientes. De ahí la piel morena, esos
ojos grandes y el cabello crespo
que predomina en el genotipo familiar.
¡Cómo no amar a nuestra estirpe negra! ¡Cómo no amarla!, pues aun cuando mi piel no rinde tributo
a mis ancestros negros, (porque me parezco a mi padre y no a mi madre) siento que la sangre de esas ínclitas
razas ubérrimas bulle en mi corazón.
Siento esa genética correr veloz por mi torrente sanguíneo.
La
aproximación del remolino de gente me
sacó de la profundidad de mis pensamientos.
Estábamos
en la esquina del parque, a un costado
del Palacio Municipal. En este punto, la
comparsa se detuvo. Un éxtasis de gozo inundó el entorno. Los tambores y los pitos resonaban con furor.
A más ritmos, mayores movimientos, y más
alegría era expresada por esas bocas graciosas, de labios carnosos y brillantes
dientes blancos. Toda una gala expositiva de folclor nativo afroantillano.
De
pronto, una morenita me haló por el brazo y me introdujo en un círculo de danza.
Era la misma que horas antes había conocido
en La cabaña, cuando mi madre y yo nos fuimos a dar un baño de mar en estas prístinas aguas.
El
tambor traqueteaba y la morena me envolvía en su baile exótico. Desde la acera, mi madre observaba a través
de la lente de la cámara digital, la cual
parpadeaba con su intensa luz roja.
Tras
varios minutos, la comparsa se trasladó a la caseta del parque para seguir la
danza. Agotado por el zarandeo, aproveché el momento para “coger un
cinco”. Me dirigí al restaurante El Lorito,
de don Chicho, acompañado, por supuesto, de mi nueva amiga de baile.
Siempre
que venimos aquí pasamos adonde don
Chicho. A mi madre le encanta comer en
su restaurante por la deliciosa
comida caribeña que allí ofrecen,
sazonada esta con ricos condimentos y aromáticas especias: ají chombo, ajo,
culantro, jengibre, mostaza, curry, nuez
moscada y clavito.
Y
si al delicioso menú: rondón, sauz, pescado escabeche, arroz cuscús, … le añades las conversaciones tan agradables
de don Chicho y de los habituales comensales del restaurante, … ¿ qué te digo ?, ¿ para qué pedir más ?
Salimos del restaurante satisfechos por la
deliciosa comida y la amena tertulia. En este punto, nuestra amiga se despidió
para reunirse con los de su grupo, que seguían con su frenesí musical caribeño.
__
¿Nos encontramos ahora?, preguntó con entusiasmo.
__
Esto … Bueno, es que …
Una
lengua de fuego voraz recorrió en un instante todas mis venas. Y mis piernas se movían, pero no por el
baile.
Me
llené de valor
__
¡ Seguro!, reaccioné diligente.
Mi
madre me miró con asombro.
___
Sí, sí, sí, mamá. No perderé la oportunidad de volver a verla, afirmé con
vehemencia.
Y
ella solo encogió los hombros y alzó las cejas, en señal de cómplice
aprobación.
La
suave y fresca brisa del norte, mecía las esbeltas palmeras que rodean el
Palacio, calladas testigos de las glorias y penas de la isla.
Para
aprovechar la frescura del tiempo, decidimos hacer una caminata, con el fin de
aligerar la digestión, repasar la historia isleña y admirar el ambiente festivo
que imperaba.
Por
las calles había toda clase de gente.
Turistas, nacionales y residentes se mezclaban sin distingos. Un espíritu generalizado de alegría cundía
por doquier. Reflexioné: ¿qué tiene la
gente de aquí que resulta tan atractiva para extranjeros y para el resto de los
panameños? Mil respuestas afloraron en
mi mente: ¿será el paisaje, la mar, la comida o la música?
Mi
reflexión me llevó a una respuesta única.
……………
El tiempo pasó
rápido. Recordé la palabra empeñada.
Caminé hasta allá, a unos doscientos
metros. Me introduje en el tumulto.
Ohhhh, más gente!!!!! Cuánta gente!!!!
¿De dónde han salido tantos?
Miré, giré, la busqué
con ansiedad, … ¡¡¡nada!!! ¿qué se hizo?...
De repente me convertí
en un barco varado, en medio de un banco de personas, en plena mitad de la
calle principal.
……………
Y el tiempo pasa, y ¡nada! …
Me fui adonde don
Chicho, por si acaso. ¡Nada! …
Miraba en todas
direcciones. Y a la distancia reconocí a uno de los suyos.
Corrí hacia él,
desbocado.
Le pregunté ansioso… Un
giro horizontal de su cabeza derrumbó mis esperanzas …
Pero …
……………
Amanece. Es miércoles de ceniza. Poderosos
rayos de un sol tropical atraviesan el horizonte y penetran la serena
mar color turquesa.
En
el comedor del hostal, el aroma del jarrón de café llena la cálida estancia. Un
platón con crujientes breadfruit , yaniqueques y bolas de bacalao, nos espera en el mesón.
Casi
no tengo ganas. Nunca me he negado a
comer, y mucho menos comida como esta. Pero mi ánimo no me insta a hacerlo.
Hora
de partir. Silencio total en la isla.
Un
profundo olor a salitre inunda las inmediaciones. Las gaviotas y otras aves
marinas vuelan despreocupadas.
Con
pasos lentos nos dirigimos al muelle. No
me quiero ir.
Abordamos
la lancha-taxi. Bullen los motores. Se
empina la popa …
Una
ráfaga de aire salino penetra veloz en mis pulmones, saturando cada célula de
mi ser. Me lleno de nostalgia.
Vuelvo
la mirada para capturar -cual lente fotográfico- la última imagen de la isla; y
entonces afloran en mi mente los
recuerdos de anoche. Quizá me llame,
dejé mi teléfono en El Lorito.
La
lancha avanza veloz, diríase que cuasi a
la par del viento. Vuelvo a mis iniciales reflexiones de anoche: ¿qué tiene la
gente de aquí que resulta tan atractiva para los extranjeros y para el resto de
los panameños?
Es
la herencia cultural.
Tengo
la total convicción de que más allá del espíritu festivo, los grupos
afrodescendientes llevan en la profundidad de su ser la esencia pura de una
raza aguerrida, robusta, que no se resignó a un imperio esclavista. Una raza macerada por el tiempo y fortalecida
por la determinación firme de ser libre, independiente y feliz.
¡
Esa es mi gente !
Ana Cecilia Hernández
Educadora
Panamá
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