jueves, 10 de julio de 2014

CON SANGRE NEGRA




Y si la noche con su oscuro manto
logró cubrir mi cuerpo aun en la cuna,
 una luz internó dentro mi pecho
y en mi mente una chispa que fulgura.
                               Federico Escobar

I wanna coconut  water, I wanna coconut water, …  El alegre estribillo, alimentado por el sonar de timbas y silbatos, retumbaba por toda la calle tercera. 
Es martes de carnaval y mi madre y yo nos acercamos para ver. Una turba de hombres y mujeres, vestidos con camisas estampadas con impresiones de la flor del papo, bailaba al son de un alegre estribillo con acento wari-wari.
En pocos minutos mis oídos  y  mi espíritu festivo se excitaron. Elevé la mirada y un sinnúmero de cabezas de rizados cabellos negros, agitadas por  graciosos canrrols, danzaban armoniosamente al seguir los pasos de una sencilla coreografía.
¡Cuánto deseé ser uno de ellos! Llevo esa sangre africana, pura y ardiente por mis venas.  Vivo esa sinfonía interior que caracteriza a la etnia negra, y me sumerjo en el mar de sus vidas alegres. Vidas alegres que están por encima de las penas, de las discriminaciones o de  las marginaciones que, en ocasiones,  suelen padecer.
 Mi tía Gilda me contó que nuestra familia lleva sangre negra, sangre negra del Golfo de Montijo.  Según me dijo, mi  bisabuelo, oriundo del Bongo, era un pescador con  habilidades de albañil.  El destino lo llevó  a hacer un “chirito” a la casa de la madre de mi bisabuela, en Santiago;  y allí nació un amor  del cual nosotros somos descendientes. De ahí la piel morena, esos  ojos grandes  y el cabello crespo que predomina en el genotipo familiar.
¡Cómo no amar  a nuestra estirpe negra! ¡Cómo no amarla!, pues aun cuando mi piel no rinde tributo a mis ancestros negros, (porque me parezco a mi padre y no a mi madre)  siento que la sangre de esas ínclitas  razas ubérrimas bulle en mi corazón.  Siento esa genética correr veloz por mi torrente sanguíneo.
La aproximación del remolino de gente me sacó de la profundidad de mis pensamientos.
Estábamos en la esquina del parque, a  un costado del Palacio Municipal.  En este punto, la comparsa se detuvo. Un éxtasis de gozo inundó el entorno.  Los tambores y los pitos resonaban con furor. A más  ritmos, mayores movimientos, y más alegría era expresada por esas bocas graciosas, de labios carnosos y brillantes dientes blancos. Toda una gala expositiva de folclor nativo afroantillano.
De pronto, una morenita me haló por el brazo y me introdujo en un círculo de danza. Era la misma  que horas antes había conocido en La cabaña, cuando mi madre y yo nos fuimos a dar un  baño de mar en estas prístinas aguas.
El tambor traqueteaba y la morena me envolvía en su baile exótico.  Desde la acera, mi madre observaba a través de la lente de la cámara digital, la cual  parpadeaba con su intensa luz roja.
Tras varios minutos, la comparsa se trasladó a la caseta del parque para seguir la danza. Agotado por el zarandeo, aproveché el momento para “coger un cinco”.  Me dirigí al restaurante El Lorito, de don Chicho, acompañado, por supuesto, de mi nueva amiga de baile.
Siempre que venimos aquí pasamos  adonde don Chicho.  A mi madre le encanta comer en su restaurante por la  deliciosa comida  caribeña que allí ofrecen, sazonada esta con ricos condimentos y aromáticas especias: ají chombo, ajo, culantro, jengibre, mostaza, curry,  nuez moscada y clavito. 
Y si al delicioso  menú: rondón, sauz,  pescado escabeche, arroz cuscús, …  le añades las conversaciones tan agradables de don Chicho y de los habituales comensales del restaurante, …        ¿ qué te digo ?, ¿ para qué pedir más ?
 Salimos del restaurante satisfechos por la deliciosa comida y la amena tertulia. En este punto, nuestra amiga se despidió para reunirse con los de su grupo, que seguían con su frenesí musical caribeño.
__ ¿Nos encontramos ahora?, preguntó con entusiasmo.
__ Esto … Bueno, es que …
Una lengua de fuego voraz recorrió en un instante todas mis venas.  Y mis piernas se movían, pero no por el baile.
Me llené de valor
__ ¡ Seguro!, reaccioné diligente.
Mi madre me miró con asombro.
___ Sí, sí, sí, mamá. No perderé la oportunidad de volver a verla, afirmé con vehemencia.
Y ella solo encogió los hombros y alzó las cejas, en señal de cómplice aprobación.
La suave y fresca brisa del norte, mecía las esbeltas palmeras que rodean el Palacio, calladas testigos de las glorias y penas de la isla.
Para aprovechar la frescura del tiempo, decidimos hacer una caminata, con el fin de aligerar la digestión, repasar la historia isleña y admirar el ambiente festivo que imperaba.
Por las calles había toda clase de gente.  Turistas, nacionales y residentes se mezclaban sin distingos.  Un espíritu generalizado de alegría cundía por doquier.  Reflexioné: ¿qué tiene la gente de aquí que resulta tan atractiva para extranjeros y para el resto de los panameños?  Mil respuestas afloraron en mi mente: ¿será el paisaje, la mar, la comida o la música?
Mi reflexión me  llevó a una respuesta  única.
……………
El tiempo pasó rápido.  Recordé la palabra empeñada. Caminé hasta allá,  a unos doscientos metros. Me introduje en el tumulto.  Ohhhh, más gente!!!!! Cuánta gente!!!!  ¿De dónde han salido tantos?  
Miré, giré, la busqué con ansiedad, …  ¡¡¡nada!!!  ¿qué se hizo?...
De repente me convertí en un barco varado, en medio de un banco de personas, en plena mitad de la calle principal.
……………
Y el tiempo pasa,  y ¡nada! … 
Me fui adonde don Chicho, por si acaso. ¡Nada! …
Miraba en todas direcciones. Y a la distancia reconocí a uno de los suyos.
Corrí hacia él, desbocado.
Le pregunté ansioso… Un giro horizontal de su cabeza derrumbó mis esperanzas …
Pero …
……………
Amanece.  Es miércoles de ceniza.  Poderosos  rayos de un sol tropical atraviesan el horizonte y penetran la serena mar color turquesa.
En el comedor del hostal, el aroma del jarrón de café llena la cálida estancia. Un platón con crujientes  breadfruit , yaniqueques y bolas de bacalao,  nos espera en el mesón. 
Casi no tengo ganas.  Nunca me he negado a comer, y mucho menos comida como esta. Pero mi ánimo no me insta a hacerlo.
Hora de partir. Silencio total en la isla. 
Un profundo olor a salitre inunda las inmediaciones. Las gaviotas y otras aves marinas vuelan despreocupadas.
Con pasos lentos nos dirigimos al muelle.  No me quiero ir.
Abordamos la lancha-taxi. Bullen los motores.  Se empina la popa …
Una ráfaga de aire salino penetra veloz en mis pulmones, saturando cada célula de mi ser.  Me lleno de nostalgia.
Vuelvo la mirada para capturar -cual lente fotográfico- la última imagen de la isla; y entonces afloran en  mi mente los recuerdos de anoche.  Quizá me llame, dejé mi teléfono en  El Lorito.
La lancha avanza veloz, diríase que  cuasi a la par del viento. Vuelvo a mis iniciales reflexiones de anoche: ¿qué tiene la gente de aquí que resulta tan atractiva para los extranjeros y para el resto de los panameños?  
Es la herencia cultural.
Tengo la total convicción de que más allá del espíritu festivo, los grupos afrodescendientes llevan en la profundidad de su ser la esencia pura de una raza aguerrida, robusta, que no se resignó a un imperio esclavista.  Una raza macerada por el tiempo y fortalecida por la determinación firme de ser libre, independiente y feliz.    
¡ Esa es mi gente !

 Ana Cecilia Hernández
Educadora
Panamá
                                                                                                                      
                                                                                                                     

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